martes, 4 de octubre de 2016

PARA SABER MÁS, LOS HUNOS

http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/atila-la-pesadilla-de-roma_6288

ATILA Y LOS HUNOS
EL TERROR DE EUROPA
Óleo de Delaunay
siglo XIX

En el año 451 Atila, rey de los hunos, invadió el Imperio romano y avanzó hasta las puertas de la capital. Su propósito era socorrer a la hermana del emperador, Honoria, con la que deseaba casarse

La locura de un solo hombre provocó con su ataque la destrucción de infinitos pueblos, y el capricho de un rey arrogante destruyó en un instante lo que la Naturaleza había tardado tantos siglos en crear». De esta manera recordaba el historiador Jordanes la invasión de Italia por los hunos en el año 451, al mando de un terrible caudillo, Atila, al que el mismo autor veía como «la vara de la furia de Dios».

A principios del siglo V, el pueblo de los hunos era un viejo conocido de los romanos. De origen oscuro, se les relaciona con los xiongnu de las fuentes chinas, probablemente una agrupación de gentes nómadas, organizadas militarmente y sin una clara filiación étnica, que controlaban las rutas de comercio entre Europa y Asia. Sus enterramientos –algunos sobre antiguos kurganes, los túmulos escitas– han sido localizados en las regiones del Altai y en las repúblicas de Kazajistán, Tuvá y Mongolia; en ellos se han hallado característicos cráneos deformados, calderos de bronce, un rico ajuar de los caballos inmolados y puntas de flecha. En el siglo IV los hunos dominaban grandes extensiones entre los ríos Don, Volga y Danubio, y los mares Báltico y Negro, y habían sometido a los germanos, alanos y sármatas que allí vivían. Por ello, los hunos fueron considerados por sus contemporáneos, según recogen fuentes como Amiano Marcelino, Claudiano, Zósimo o Jordanes, como una raza salvaje, voluble, desleal, apasionada por el oro y de extrema crueldad, que comía raíces y carne cruda, vestía con pieles de ratón salvaje o de cabra, y carecía de viviendas y de dioses, aunque eran considerados buenos guerreros.

El poeta y obispo Sidonio Apolinar subraya en su Panegírico a Antemio los rasgos físicos de los hunos, como el alargamiento de su cabeza y la estrechez de sus ojos acostumbrados a abarcar con su vista grandes espacios: «De otra parte, para que los dos orificios nasales no sobresalgan de los pómulos, envuelven la nariz, cuando aún es tierna, en un vendaje para que se adapte al casco: hasta ese punto el amor materno deforma a los niños nacidos para guerrear, de modo que la superficie lisa de las mejillas se prolongue al faltar la interrupción de la nariz. El resto del cuerpo es hermoso en los hombres: tienen pecho amplio, fuertes hombros, vientre compacto».

Temibles caballeros

Apolinar se admiraba de sus aptitudes como jinetes: «De estatura media cuando van a pie, son altos si se les ve a caballo; por eso parecen con frecuencia altos cuando están sentados. Apenas se tiene en pie el niño, separado de su madre, cuando ya un caballo le ofrece su grupa: se podría pensar que los miembros de éste se adaptan a los del hombre, tan unidos se mantienen cabalgadura y jinete. Otros pueblos se dejan llevar a lomos de caballo; éste vive en ellos. Llevan en el corazón los arcos curvos y los dardos; su mano es temible y certera; creen firmemente que sus proyectiles llevan la muerte y su furia está habituada a hacer el mal por medio de un golpe infalible».

A principios del siglo V se consolidó un imperio huno, de la mano de reyes como Ruga y después su sobrino Atila, quien, hacia 445, al parecer asesinó a su hermano Bleda y se hizo con el poder absoluto sobre su pueblo. La corte de Atila, situada en algún lugar cercano al río Tisza (en la actual Rumanía), estaba muy lejos del salvajismo que algunos romanos le atribuían. Así lo atestigua el historiador Prisco, que acudió como embajador a la corte del caudillo huno. Según su relato, el asentamiento huno disponía de fuertes murallas y bellos edificios de madera, así como un palacio con suelos cubiertos de alfombras. Allí, el monarca se rodeaba de su harén, de intérpretes de diversas lenguas y de sus fieles, vestidos con ricos ropajes, que en los banquetes utilizaban vajillas de oro en contraste con los vestidos modestos y los utensilios de madera de su rey, un hombre afable y con gran sentido de la hospitalidad. Sin embargo, el historiador Jordanes, poco amigo de los hunos, describe a Atila como bajo de estatura, de ancho pecho y gruesa cabeza, con ojos minúsculos, escasa barba, cabellera erizada, nariz muy corta y tez oscura. También le atribuye un buen gobierno, generosidad y una gran confianza en sí mismo, aumentada «con el descubrimiento de la espada de Marte, aquella espada que habían venerado siempre los reyes de los escitas» y que se convirtió en el símbolo de su poder.

Traicionado por el Imperio

Los hunos fueron también buenos colaboradores de los emperadores romanos. Intervinieron como mercenarios para reprimir las revueltas internas provocadas por los bagaudas y combatir a otros bárbaros, como los burgundios y los francos. Los más privilegiados formaban parte de la guardia personal de generales como Aecio, que había vivido un tiempo entre los hunos. Incluso Atila fue nombrado general honorífico de la Galia.

La colaboración militar con Roma, sin embargo, no era gratuita. Atila exigía fuertes tributos en oro a los emperadores en concepto de «compra de la paz» en las fronteras, tributos que no era fácil pagar. Además, los traidores hunos encontraron acogida en la corte romana. Todo ello determinó que el rey huno aumentara cada vez más sus exigencias e intentase desestabilizar a los romanos azuzando contra ellos a godos y vándalos, lo que suponía enfrentarse a la política de su aliado Aecio. Además, en el año 450 se descubrió un complot para asesinar a Atila en su corte, organizado por Teodosio II, el emperador de Oriente, y por Edeco, el embajador de los hunos en Constantinopla. Poco después, el sucesor de Teodosio, el militar tracio Marciano, se negó a seguir pagando a los hunos los tributos que se les debían. Atila decidió entonces lanzarse a la conquista de parte de las provincias de Occidente. Pero lo hizo valiéndose de un pretexto especial: reivindicar «el derecho de los hijos de un padre a su herencia».

Para entender la reivindicación de Atila hay que remontarse a principios del siglo V. Cuando los godos saquearon Roma en agosto de 410, se llevaron consigo varios rehenes de alto rango, entre ellos a Aelia Gala Placidia, hermana de los emperadores Honorio y Arcadio. Placidia, de fuerte personalidad y educada entre sirvientes de origen bárbaro, se casó en 414 con el godo Ataúlfo, pero éste fue asesinado poco después en Barcelona. Placidia volvió entonces a la corte de Ravena, donde fue obligada a casarse con el general Constancio. De este matrimonio nacieron Justa Gala Honoria y Valentiniano III, emperador de Occidente.

Según Procopio, Placidia había criado un hijo débil para poder gobernar ella como regente con la ayuda del general Aecio. Pero en el año 437, Valentiniano apartó de la corte a su madre y obligó a su hermana a entrar en religión. También la despojó de su título de Augusta, que permitía a Honoria transmitir el Imperio a sus propios hijos varones, circunstancia de especial importancia dado que Valentiniano sólo había descendencia femenina. Precisamente era ésta la razón por la que Aecio, el todopoderoso general y ministro del emperador, se oponía a que Honoria permaneciera como Augusta en la corte, puesto que su propio hijo, Gaudencio, estaba prometido con una de las hijas de Valentiniano y, por ello, podía aspirar a sucederle.

Los devaneos de Honoria

Honoria inició entonces en secreto una relación amorosa con el procurador Eugenio. Cuando el emperador se enteró, hizo arrestar y decapitar a Eugenio, a la vez que obligaba a Honoria, que había quedado embarazada, a casarse con un viejo senador de Constantinopla, Basso Hercolano, poco sospechoso de pretender el trono. La historia se complicó aún más cuando Honoria pensó pedir la protección del más poderoso soberano del momento fuera del Imperio. En efecto, envió a Atila al eunuco Jacinto, con una fuerte suma de dinero, a modo de regalo para el caudillo huno, y una carta con su sello personal en la que Honoria solicitaba su ayuda para defender frente a su hermano la «herencia» que le correspondía como Augusta. Además, el embajador llevaba el anillo de Honoria como prueba de la autenticidad del mensaje, pero Atila lo interpretó como una promesa de matrimonio por parte de Honoria. Ese «malentendido» justificaba que Atila lanzara una campaña para rescatar a su «prometida» y al mismo tiempo para reivindicar su propio derecho a reinar sobre la herencia de Honora.

Valentiniano rechazó entregar su hermana al caudillo huno, e hizo arrestar, torturar y decapitar al eunuco que había llevado el mensaje a Atila; en cuanto a Honoria, la envió junto a su madre Gala Placidia, que había intercedido por ella. Entonces el rey huno dio inicio a la invasión. Al frente de un gran ejército, atravesó la frontera por Aquicum (Budapest), saqueó ciudades como Maguncia, Tréveris, Worms, Colonia, Reims y Metz y, tras ser rechazado frente a Orleans por mercenarios alanos, se encontró con el ejército de Aecio entre junio y julio del año 451 en un lugar que Hidacio denomina Campus Mauriacus y Jordanes llama Campos Cataláunicos, posiblemente junto a Châlons-sur-Marne o en Troyes. Los bárbaros paganos fueron los protagonistas de la batalla en ambos bandos. Junto a Aecio estaban los visigodos de Teodorico, los alanos, los alamanes del Rin y, según Jordanes, auxiliares francos, sármatas, armoricanos, liticianos, burgundios, sajones, riparios y olibriones, «así como otros pueblos celtas y germanos» dispuestos a recibir un suculento botín. Atila contaba con un buen número de habitantes de las provincias descontentos, así como con los gépidos de Ardarico, mercenarios skiros, rugios, hérulos y los ostrogodos sometidos de los reyes Alamiro,Teodomiro y Videmiro.

Una batalla decisiva

El resultado de la batalla fue dudoso. Según Hidacio, el rey visigodo «fue encontrado muerto» junto con otros 300.000 hombres, cifra a todas luces exagerada. Al parecer, los adivinos habían asegurado a Atila que uno de los jefes enemigos sucumbiría y él creyó que se trataba de Aecio. Pero éste y Atila salieron indemnes. Jordanes, por su parte, cuenta que Aecio se atribuyó la victoria al ver que los hunos se habían refugiado en su campamento. Pero lo cierto es que Atila contó con suficientes contingentes como para depredar los territorios de Padua, Aquileya y Verona y para amenazar Roma mientras exigía la entrega de su prometida. Según Procopio, fue el papa León I quien, a orillas del río Mincio, cerca de Mantua, consiguió disuadir al huno de sus intenciones. Debió de ofrecerle un cuantioso botín a cambio de retirarse y también debió de convencerlo de que Honoria había muerto –al menos Gala Placidia había fallecido en Roma un año antes, según Hidacio–, con lo que dejaba de tener justificación su presencia en las provincias. A ello se sumaron los estragos que la peste comenzaba a causar en el ejército huno. El supersticioso Atila, además, temía que si asaltaba Roma encontraría una rápida muerte, como le sucedió a Alarico tras saquear la capital imperial en 410. De esta forma se disipó la tormenta que había amenazado al Imperio, al menos por unos años.

Casi todos los protagonistas de la invasión de los hunos sufrieron un destino trágico. Atila murió en el año 453, en su palacio, de una hemorragia que sufrió durante la noche de bodas con la germana Ildico; según los romanos era el justo castigo por tanto daño causado. Las luchas entre sus hijos disolvieron su imperio en unos pocos años. El futuro de Aecio no fue mejor; víctima de las intrigas del eunuco Heraclio, murió asesinado por el emperador Valentiniano, con su propia espada en 454, una extraña manera de agradecer a su general el éxito en la batalla.

La muerte de Aecio, «el último de los romanos», fue llorada universalmente, sobre todo por los bárbaros a su servicio. Dos de ellos la vengaron poco después, traspasando con sus espadas al emperador cuando se encontraba en el Campo de Marte. Más tarde, los vándalos entraron en Roma y se llevaron un importante botín, incluidas la esposa y las hijas de Valentiniano. El Imperio estaba dando sus últimas boqueadas.